lunes, 12 de marzo de 2018

91.- MI PADRE

Quiero reproducir lo que ya pretendí expresar en diciembre. Lo considero una deuda moral y personal.
Y también lo quiero hacer extensivo al resto de padres que ya no están y a los que todavía tienen la suerte de poder compartir una charla, un vino o un problema.
A los que lo somos y tenemos que ejercer algunos años más.

Era mi gran pez. También mi gran árbol, mi gran montaña. 
Narrador de historias tan reales como sus arrugas. De relatos tan fascinantes como su actividad. Sin gigantes, enanos, brujas ni pueblos encantados. Personajes de la cruda historia de inicios del siglo XX español. De gentes que tuvieron que caminar para vivir. De familias que, cual protagonistas de un relato de Delibes, sufrieron las inclemencias del clima, del campo y los caprichos de los dueños del poder. 
Su historia particular trata de la perseverancia, del trabajo, del amor y del legado. Siempre bajo un palio de humildad y entrega. Encubriendo una moraleja de lo que está bien hecho, de una enseñanza que divulgar entre sus descendientes. 
No por mucho repetirlas, cansaban. Que unos cerdos queden grabados en tu memoria porque el trayecto de su traslado fuera quebrado y difícil es una simple anécdota. Lo distinto con nuestra generación es que lo realizara con sólo doce años. Eso no era broma. En cualquier momento tu casa podía ser bombardeada y tu familia debía abandonarla, sin manifestantes que se encadenaran a la puerta protegidos por una pancarta. 

 “Un hombre cuenta sus historias tantas veces que al final él mismo se convierte en esas historias. Siguen viviendo cuando él ya no está. De esta forma, el hombre se hace inmortal.” 


Se marchó anticipando la nieve. Como lo hicieron sus padres. Frío y hielo. Nieve que garantiza agua. Y agua que permite la vida. A su entierro no acudieron ni el gigante ni el miliciano. Ni las siamesas ni los maquis. Sí que estuvo su familia, de la que pudo despedirse a su manera, en su cama, contándonos historietas de sirvientas ignorantes que intentaban sobrevivir igual que lo intentaba él. Y allí, rodeando su lecho y llorando de risa, nos sentíamos orgullosos de que un pez tan grande hubiera compartido su vida con nosotros y nos hiciera disfrutar hasta el último momento.