jueves, 13 de enero de 2022

113.- ESCALERAS

En la ciudad donde vivo es difícil encontrarse con algún tramo. No así en la que me vio nacer. Allí las hay por cualquier barrio. 

Mis primeros pasos se gestaron en las inmediaciones de las del Hospital de Santiago. Por ellas ascendía al colegio que me enseñó a leer y conocí a mi primer gran amigo (si, ese que de pequeño me tiró al pilón helado de la fuente de colores y ahora me prepara excelentes guisos en su casa mientras vemos perder a su equipo). Yo vivía en una casa lindera a esa escalinata cuya configuración permitía que la subida fuera más llevadera, ya que estaba dividida en tres sectores. Uno de ellos, el central, sobre el refugio construido durante la guerra, algo más ancho que los que tenía a ambos lados. De este modo se disfrutaba de, al menos, seis descansillos en los que recuperar el aliento. Los peldaños de la de mi edificio eran de madera, de esos que al pisar crujen como los camarotes de los piratas. La baranda suavizada por el desgaste del uso manual era ideal para bajar cabalgando sobre ella, aunque mis padres solo me dejaran hacerlo en el tramo final que llegaba hasta el portal. 



Pero como decía al inicio, Cuenca está repleta de escaleras que suben. A la Plaza Mayor, a los Moralejos, a los Tiradores o a la Paz. Sin embargo hay otras que bajan. A las Angustias, a las Quinientas o al polideportivo. En el primer grupo destacan las “del Gallo”. Casi siempre señalan el preludio de una jornada de alegría o diversión. Bien para disfrutar de alguna reunión de amigos, para sentir los sonidos que transmite la Semana Santa o para buscar un hueco donde tomar un botellín entre la muchedumbre que huye de la vaca enmaromada. Del segundo, recuerdo el barro que acumulaban las suelas de las zapatillas que bajaban a realizar deporte o a entretenerse viéndolo practicar por otros. No sé por qué, pero siempre las asocio a un firme mojado. Quizás húmedo por la cercanía al río, por la sombra de los pinos replantados o porque así se ha almacenado mi memoria.

En tantas ocasiones hemos tenido que disponer de ellas que, ya de chiquillos, se adquirían habilidades para bajarlas, resbalando de tal manera que no existía transición entre un escalón y otro, como si lleváramos un monopatín incorporado en la planta de los pies. De eso deben saber mucho las del instituto Alfonso VIII, tanto las interiores, como las exteriores. ¡Así tenían los cantos, redondeados de tanto roce!

Los hippies y punkies se disputaron cronológicamente parcelas de la escalinata de la Catedral, que también se afianzaron como zona de confort de los jóvenes de los setenta y los ochenta. La piedra que reviste su piso acunaba las primeras litronas que aparecieron por la ciudad. 

Pero la capital del reino tampoco es ajena a este elemento arquitectónico, aunque su mecanización facilita mucho el descanso de las piernas. Aun así recuerdo tramos eternos de bajada al metro que más bien parecía el descenso a los infiernos. Si el tiempo apremiaba, el mecanismo automático era sustituido por el muscular y, ahí, los conquenses ya contábamos con ventaja. Tanta tenemos que todavía esperamos con paciencia que nos instalen las prometidas eternamente en alguna zona del casco viejo. (Ya lo comenté hace años: http://asturislandia.blogspot.com/2013/01/escaleras-al-cielo.html)


Hace algo más de un año sufrí una caída por el hueco de las de mi casa del pueblo. La suerte o el arcángel Miguel se aliaron conmigo y afortunadamente aquí os estoy contando estas historietas. Desconozco si el vecino de otro amigo mío todavía puede escuchar el sonido del tren después del susto que le sorprendió cuando bajaba de su casa hace más de treinta años, o cogió un escalera al cielo.