miércoles, 27 de octubre de 2021

111. MI BICI

Acabo de vender mi bicicleta. Incido en el posesivo porque, aunque a en mi entorno hubiera alguna más, ésta era la única que me pertenecía. Sobre las demás han pedaleado mis hermanos, mis sobrinos, mi señora o mis hijos. La GAC de los ochenta sólo la he usado yo. Durante varios lustros ha permanecido suspendida por unas cuerdas en un cuarto para aperos esperando ser puesta de nuevo sobre el asfalto, antes de que mi hijo alcanzara la edad para que, finalmente, nunca se volviera a tocar. 


Todavía recuerdo el momento en el que acompañé a mi padre a la tienda de Ciclos García en la calle Fermín Caballero. Había aprobado la EGB y se convirtió en un premio inesperado, aunque ya la tenía vigilada desde el otro lado del escaparate en mis paseos por el barrio. Y era, como decíamos entonces ¡de carreras!

Desconozco los kilómetros que ha rodado sobre las carreteras de Cuenca, pero si sumamos la multitud de viajes hasta Chillarón, los paseos por la hoz del Huécar y las rutas camino de Villalba, habrá acumulado varios miles. No es que los trayectos fueran largos (en los ochenta todavía no existía la obsesion, o vicio, de ahora), quizás el destino más lejano al que llegó fue el Ventano del Diablo, pero la frecuencia de uso se convirtió en diaria. 

Nunca tuve aptitudes para el pedaleo, ni peso que lo facilitara, sin embargo las ganas de salir a la carretera con mis amigos eran suficientes para animarme a subirme a su sillín. Motivos no faltaban. Un baño en cualquier tramo del río Júcar, una escapada a casa de algún amigo en el entorno de Palomera, o una simple marcha antes de atardecer para ejercitar los músculos y el aparato locomotor. Incluso llegamos a madrugar para hacer la ruta por el Huécar subiendo por la Plaza Mayor antes de que acudiéramos a recibir las clases impartidas en el Alfonso VIII. 

Durante años se convirtió en el medio de desplazamiento que garantizaba mis filtreos juveniles por la parte alta de la ciudad, especialmente en los meses de verano. Las faenas familiares me requerían en la parcela o huerto que mis padres disfrutaban. Ante la alternativa de quedarme allí hasta volver a casa en coche, o pedalear hasta Cuenca antes de anochecer, opté por practicar esta última decisión. Fueron muchos, muchos kilómetros por la carretera vieja de Madrid, pasando por el puesto de Cruz Roja hasta alcanzar el cruce de Chillarón, y vuelta al final de la jornada estival. No había moto ni tampoco coche que la suplantara. Eso llegaría después. 




El Simca 1200 apareció como alternativa y en ese instante mi vieja GAC quedó colgada a la espera de volver a rodar, pero ese día nunca llegó. Recibió un par de retoques para mantenerla viva con la esperanza de que mis sucesores continuaran disfrutándola, pero ese momento nunca llegó. Las bicis actuales pesan menos, son estéticamente más bellas y funcionan mejor (o eso piensan ellos). La hubiera conservado todavía más y, aunque le tenía mucho cariño, confieso que tampoco he sufrido entregándola. 

La he tasado en algo más de lo que costó y mi comprador se la ha llevado para transformarla en un tándem para sus hijos. Espero que la disfruten tanto como lo hice yo.