sábado, 14 de diciembre de 2019

99.- "QUERIDO ......"

Ayer me acerqué a un estanco. No soy fumador y mi madre tampoco sabe que en ocasiones si fumo, pero mi intención no era comprar tabaco, sino sellos. La sorprendente respuesta de la dependienta me volvió a dar otro revés en mi percepción del mundo actual. “Ya no vendemos”, me contestó. “Debes ir a Correos”. Y fui.

No deberíamos perder el ritual de correo por carta. Además de servir de estímulo para caminar, activa nuestra mente y también nuestra mano rescatando la escritura a bolígrafo perdida en el mundo de la electrónica.

En mis vacaciones de pequeño acudía todas las tardes de verano a esperar al cartero para presenciar el reparto de sus entregas. Impacientes y rodeando los escalones del pequeño dispensario escuchábamos las llamada de nuestros nombres (“Perico de los Palotes”, “Carmen la de Ronda”,…) Aquel ceremonial irradiaba amistad. A veces me acompañaba mi abuelo, que había sido cartero del pueblo antes de su jubilación. Cuando había suerte recogía el sobre y lo abría con nervios buscando el interior. La mayoría de las veces no contenía información destacable, tan sólo mensajes que hablaban del tiempo que hacía en Cuenca o si el remitente había visto a alguien de la familia u otro conocido. Las de mayor contenido solían provenir de mi hermano pasando unos días de Colonias estudiantiles en Cullera.

Volviendo al acto del carteo tendremos que analizar los elementos que lo componen. La carta. No todos esos papeles escritos a mano contienen el mismo mensaje, ni la letra es igual, ni la gramática se parece. Todos guardan una parte de quien lo firma, con o sin olor añadido. Cartas entre amigos, de amor, de despedida, de felicitación. Todavía guardo algunas entre mis amigos, o de mi chica. Releerlas es una delicia. Distan muy lejos de los guasap y los tuiters que nos inundan.

El sobre. De distintos tamaños y colores. A veces identificaba claramente su origen. ¿Quién no se acuerda de aquellas bandas azules y rojas que cruzaban la esquina superior y delataba la escritura anglosajona de algún intercambio estudiantil? Y por la parte trasera el remitente. Visto u oculto. En este segundo caso la incertidumbre te animaba a rasgar el sobre con más ímpetu todavía.



El sello. Imprescindible. Sin su colaboración el mensaje no llegaría a nuestro destino. Tan variados y distintos que hasta se coleccionaban. Un cuño de tinta sobre él destrozaba su valor, que fue variando a lo largo de los años al mismo tiempo que el precio del pan o de la botella de butano. ¿Alguien sabría contestarme cuánto vale enviar en el año 2019 una carta a otra provincia? Intuyo que el poeta rubio con nombre de actor de telenovela alzaría la mano para contestar algo así: “etas etas, lo que antes eran 100 pesetas”.

El buzón. Pieza de un mobiliario urbano en desuso y olvidado. Cuesta encontrar uno cerca, al igual que una cabina telefónica. Aparecen repentinos, tan amarillos que hasta un grupo de jóvenes conquenses lo eligieron en su día como nombre y símbolo de su pandilla. Fue en 1762 cuando una disposición oficial decidió que se habilitara un “agujero o reja, en todas las Hijuelas o Veredas, por donde se echen las cartas, sin que se puedan recibir en mano” para evitar tentaciones. Hasta los actuales amarillos, sus formas y ubicaciones son de lo más variadas y en ocasiones pintorescas. Los hay abiertos en la pared, de chapa azul, de piedra, de forja. Pero por encima de todos destaca el símbolo de Correos de España. Una impresionante cabeza de león incrustada en la pared que te mira y permanece con la boca abierta a que deposites tu envío.



Y por último, el cartero. Auténtico conocedor del barrio y sus vecinos, de sus problemas e inquietudes, hombro donde consolarse, mejilla a la que felicitar o espalda a la que abrazar. Privilegiado espectador de momentos compartidos. Aunque supongo que, en sus repartos, las cartas han dado paso a los paquetes de mensajerías con tamaños y contenidos variopintos.

viernes, 6 de diciembre de 2019

98.- BLANCAS CONTRA NEGRAS

No se trata de ninguna disputas entre razas, ni siquiera de trifulcas de género. Defienden por proteger a su rey y atacan para derribar el contrario. Un magnífico juego de estrategia que debería ser obligatorio en los centros de enseñanza.

De niño me bajaba de la bici para jugar contra “El Sordo”. No recuerdo su nombre, quizás Felipe. Era un hombre mayor y también callado. Se ayudaba de un aparato en la oreja para escuchar, pero no le servía de mucho. Por la tarde, en la terraza del bar, después del café, esperaba contrincantes a los que derrotaba día tras día. También a mí. Él no lo supo nunca, pero con el tiempo se convirtió en mi maestro. Tras jugar cientos de partidas en su contra, conseguí ganarle. Y no sólo una vez, sino varias. Muchas. No le sentaba bien y se enfurecía más todavía cuando los demás se burlaban de él por haber perdido contra un chaval.
En aquellas tardes de veranos en el pueblo aprendí a tener paciencia y esperar el momento, a no fiarme de las fichas expuestas a ser apresadas y a respetar al contrario.

Algo más mayorcito tenía que competir contra rivales mucho más experimentados. Algunos de ellos clasificados como auténticos estudiosos del juego. La saga Álvarez Ortí era un buen ejemplo de entrenamiento familiar. Aun así, el equipo que compartía con Carlos Alberto, Andrés, Nacho y Pablo conseguimos algún que otro triunfo en disputas contra los más notables ajedrecistas conquenses del momento.
Recuerdo una mañana de instituto pintando un tablero en la pizarra, colocando las fichas en su lugar apropiado, con la idea de despistar momentáneamente al profesor y así demorar el inicio de la clase. Él era muy buen jugador y a veces charlábamos sobre aperturas o gambitos en los descansos. Pero aquél profesor de matemáticas, alto y desgarbado, con fama de duro y apellido de frutal, cogió el borrador y sin inmutarse eliminó la tiza pintada sobre el encerado y comenzó la clase sin dilación.



Esa “fase victoriosa” se mantuvo temporalmente durante la etapa universitaria. El salón del Colegio Mayor respiraba ambiente de cartas. Los órdagos y envites se escuchaban por todas las mesas, pero también quedaba un pequeño reducto destinado a los frikis del ajedrez. Y allí permanecía sentado esperando contrincante un aspirante a ingeniero algo rollizo y callado, como “El Sordo” de Tragacete. Era mejor que yo, pero le ganaba por desesperación utilizando la táctica empleada por el jugador de aquella película alemana de los años 70. Vivíamos en la época dorada del ajedrez. Karpov y Kasparov, representantes de dos visiones distintas de la enferma y convaleciente Unión Soviética, rivalizaban deportivamente en interminables campeonatos que eran televisados. ¡Hasta la sala de televisión del Santa se llenaba para ver el mundial disputado en Sevilla!

Y de ahí hasta Albacete. Esporádicamente me reunía con mi amigo Pablo a jugar en un café refugio de juegos de mesa llamado el Nido de Arte. Fueron pocas, pero se convirtieron en mis últimas partidas contra alguien a quien mirar a los ojos.
Dice Bunbury en una de sus canciones que “de pequeño me enseñaron a querer ser mayor, de mayor quiero aprender a ser pequeño”. El fin de siglo nos trajo menos tiempo libre y más tecnología. Me inicié en algunos retos contra ordenadores, pero la falta de humanidad y la monotonía me alejó de ellos. Y hasta hoy. Pues sí, me hice mayor y me gustaría haber disfrutado como cuando era niño para pasar las tardes moviendo el alfil mientras mi hijo se protegía con el caballo. Lo intenté, pero la Nintendo y la Play fueron más persuasivas.