miércoles, 9 de diciembre de 2020

106.- EL ÁRBOL DE NAVIDAD

Aunque el origen del árbol de navidad parece que proviene del centro de Europa, en mi historia personal representa el inicio de la Navidad. 


Al contrario de lo que nos marcan los anuncios publicitarios, en mi casa llegaba a mediados del tiempo de Adviento, cuando acompañaba a mi padre a un rincón de la serranía conquense a aligerar del repoblado a algún ejemplar antes de que llegara a engrosar en latizal. Pese a que, afortunadamente, nuestros montes gozaban de buena salud, la selección del ejemplar adecuado llevaba su tiempo. De buen porte, con la altura adecuada para que encajase en un piso, de brillo y color llamativos. La especie variaba en función del destino, pero podría asegurar que los albares secuestrados ganaron por goleada a los laricio. Los de hoja más pequeña, rectos de fuste y con la corteza naranja eran más valoradas que las de su vecino negral. 

Antes de que los ecologetas de panfletillos dominicales viertan su opinión, les advertiré que el conocimiento del entorno es fundamental para comprender las tradiciones y, sobre todo, el buen manejo de los productos naturales. Y sí, esos brazos que cortaban el tronco lo habían hecho en su juventud cientos de veces. Era parte de su trabajo, anterior al del teclado. 

Cuando al final del siglo XX llegaron nuevas normas de protección (comprensibles, por otra parte) esta práctica fue prohibida. Como alternativa la fábrica de madera de propiedad municipal ofrecía parte de las cortas a los vecinos para decorar sus hogares. Sin embargo, a mi casa seguía llegando un buen ejemplar reservado por un tío mío que fue trabajador durante muchos años de esa empresa local. 

Pero lamentablemente a toda época le llega su vencimiento. Y lo natural dio paso a lo artificial, como canta el Rulo “y en los escaparates, detrás de los cristales, se burlan de ella las flores artificiales. No necesitan aire, tampoco primaveras, no necesitan agua, ni nadie que las quiera.” Así es, rellenan el salón, los disfrazamos de cintas y bolas, pero han perdido el espíritu original por el que los bárbaros eligieron estas pináceas ante otras especies. Las hojas perennes y verdes representan la vida eterna, y esto debería ser un motivo para fomentar los adornos en los parques, jardines y balcones de nuestras ciudades. Así los disfrutábamos en los jardines de la Diputación, en la plaza de la Hispanidad o en el parque San Julián. Deberían estimular el ánimo que tan dañado ha sido este puñetero año.

Acebo, musgo y pino. Verde, verde y verde. Todos prohibidos por la insensatez del urbanita. En mi época universitaria el pino de navidad se convertía en uno de los mejores ingresos para financiar viaje de fin de curso. Como futuros forestales, viajábamos hasta Cazorla a recoger cientos de árboles que luego serían vendidos en las calles de Albacete. La jornada iniciaba con un viaje amenizado como los jóvenes ochenteros solían hacerlo. Tras almorzar en el lugar de destino el guarda de la zona nos indicaba los ejemplares a clarear. Una vez organizados por grupos y tareas íbamos cargando el camión que los trasladaría hasta la ciudad. El proceso de venta en puntos estratégicos era más tedioso, pero el resultado valía la pena. 



Este año ya lo tengo visible en un rincón del comedor junto al belén compuesto por figuras murcianas. Ha sido vestido por mi familia con el deseo de que el próximo año sea mucho mejor que el que se va. Ojalá sea así. Seguro