sábado, 29 de junio de 2024

123.- MITOS ECOLÓGICOS

 “Las ciudades eran zoológicos humanos; esos lugares donde sólo vivían quienes no tenían acceso a un lugar más salubre: los pueblos”. Así comienza una columna de opinión de una amiga mía que se inventó el acertado concepto de “urleto”.

He llegado a un punto de hartazgo informativo acerca del apocalipsis medioambiental que nos acecha que me empuja cada vez más hacia el odio acérrimo a los urletos. Frecuentemente tengo que defender mi postura “negacionista” frente a los mensajes catastrofistas y, creo, que intencionadamente equivocados al que nos someten diariamente. ¿Os acordáis del agujero de ozono? Alguien lo ha debido zurcir.

En mi época universitaria, hace ya tres decenios, nuestro profesor de ecología nos hablaba del daño de desparramar jabones y detergentes en el agua, de los efectos nocivos de los pesticidas, de la inminente desertificación del sureste español, de los espeluznantes resultados de la lluvia ácida  y de la esquilmación de los pozos petrolíferos. Cierto o no, cada vez producimos más residuos, cultivamos más y extraemos más petróleo. Nosotros seguimos aquí, buscando energías alternativas que nos venden como “limpias”, consumiendo alimentos que saben más a plástico que a huerta, viajando en vacaciones a los lugares con menos agua disponible y derrochando combustible a destajo en vuelos baratos. ¿Por qué actuamos así? Será porque no nos han avisado lo suficiente, porque no nos interesa mucho el mensaje, o porque en realidad intentamos vivir lo mejor posible sin importarnos demasiado los daños ocasionados sobre nuestra madre Tierra. Las ciudades nos han vuelto débiles como especie, ya lo decía una de las primeras Dutton en su trayecto colonizador, la misma que también afirmaba que “no importa cuánto la amemos, la Tierra nunca nos amará a nosotros”.

Pensareis que efectivamente soy un negacionista radical que ha perdido la razón. No tanto. Por supuesto que creo que contribuimos a contaminar las aguas, los suelos y la atmósfera y que sobreexplotamos los recursos. Lo que no admito es que venga a recordármelo quien ha visto una oveja por televisión y no distingue un pino de un cerezo, pero tiene una cátedra ambientalista basada en estudios condicionados por un resultado deseado.

¿Recordáis qué paisaje presentaba el Cerro Socorro en nuestra infancia? Hay fotos que os lo revelarán. Pues si, por entonces se escuchaba la famosa frase de la ardilla con mochila que cruzaba la península sin bajarse de los árboles. Dudo que hayáis recibido información de que en estos momentos tenemos más superficie forestal que hace décadas. No hay ningún medio de comunicación que se alegre por ello. Sin embargo sí que nos recuerdan todos los veranos la proliferación de incendios forestales que asolan los montes de nuestro país y los de otros, porque a falta de noticias en el nuestro tenemos que emitir imágenes de otras zonas que se llevan quemado desde hace miles de años. Yo me dedico, entre otras facetas, a proporcionar medios y técnicas eficientes para evitarlos y apagarlos. Oigo o leo opiniones y teorías que van desde la desafortunada política de reforestación con coníferas en época de dictadura o de la especulación urbanística, a la nefasta normativa aplicada por el partido contrario al que uno vota. He llegado a ver la portada de un periódico regional en el que un alto cargo político afirmaba que “la lechuga era más ecológica que los pinos” Puede que necesitamos más besos de Rubiales que distraigan la atención del poblacho.

Imagino que a estas alturas del relato ya sabéis como llama mi amiga Marta a esas personas urbanas que se desplazan a las zonas rurales llevando un atuendo que consideran adecuado, no entienden el lenguaje rural ni el mensaje que les envía el monte.

El accidente de Chernóbil supuso el fin de la energía nuclear, pero no para todos los países. A nadie le gustaría morir devorado por un minúsculo átomo radiactivo pero cogemos el coche todos los días. Por eso estamos empotrando molinos en las colinas y montañas. También  repartimos placas solares donde antes había plantaciones agrícolas o simples matas que daban cobijo a esos animalicos que tanto defienden algunas plataformas vociferantes. Hace unos días sobrevolé una zona de mi tierra de adopción y quedé atónito al comprobar las hectáreas y hectáreas plagadas de huertos solares. No necesitan herbicidas ni pesticidas pero os aseguro que no veo crecer nada a su alrededor.




Por más que se repita la duda sobre qué mundo van a heredar nuestros hijos, yo le he dado la vuelta a la pregunta: ¿alguien cambiaría la época en la que ha tocado vivir por otra anterior?   Afortunadamente el planeta en el que vivimos es infinitamente más resistente de lo que creemos y, por supuesto, que nosotros mismos. Por eso de vez en cuando nos avisa con sus tres armas principales: agua, viento y fuego. Vuelvo a citar a mi Dutton rubia favorita (y no es Beth): “me dije a mi misma que cuando estuviese ante Dios lo primero que le preguntaría sería: ¿por qué crear un mundo tan maravilloso y llenarlo de monstruos? ¿Para qué sirve un tornado? Y entonces caí: Él no lo creó para nosotros.