Ayer me acerqué a un estanco. No soy fumador y mi madre tampoco sabe que en ocasiones si fumo, pero mi intención no era comprar tabaco, sino sellos. La sorprendente respuesta de la dependienta me volvió a dar otro revés en mi percepción del mundo actual. “Ya no vendemos”, me contestó. “Debes ir a Correos”. Y fui.
No deberíamos perder el ritual de correo por carta. Además de servir de estímulo para caminar, activa nuestra mente y también nuestra mano rescatando la escritura a bolígrafo perdida en el mundo de la electrónica.
En mis vacaciones de pequeño acudía todas las tardes de verano a esperar al cartero para presenciar el reparto de sus entregas. Impacientes y rodeando los escalones del pequeño dispensario escuchábamos las llamada de nuestros nombres (“Perico de los Palotes”, “Carmen la de Ronda”,…) Aquel ceremonial irradiaba amistad. A veces me acompañaba mi abuelo, que había sido cartero del pueblo antes de su jubilación. Cuando había suerte recogía el sobre y lo abría con nervios buscando el interior. La mayoría de las veces no contenía información destacable, tan sólo mensajes que hablaban del tiempo que hacía en Cuenca o si el remitente había visto a alguien de la familia u otro conocido. Las de mayor contenido solían provenir de mi hermano pasando unos días de Colonias estudiantiles en Cullera.
Volviendo al acto del carteo tendremos que analizar los elementos que lo componen. La carta. No todos esos papeles escritos a mano contienen el mismo mensaje, ni la letra es igual, ni la gramática se parece. Todos guardan una parte de quien lo firma, con o sin olor añadido. Cartas entre amigos, de amor, de despedida, de felicitación. Todavía guardo algunas entre mis amigos, o de mi chica. Releerlas es una delicia. Distan muy lejos de los guasap y los tuiters que nos inundan.
El sobre. De distintos tamaños y colores. A veces identificaba claramente su origen. ¿Quién no se acuerda de aquellas bandas azules y rojas que cruzaban la esquina superior y delataba la escritura anglosajona de algún intercambio estudiantil? Y por la parte trasera el remitente. Visto u oculto. En este segundo caso la incertidumbre te animaba a rasgar el sobre con más ímpetu todavía.
El sello. Imprescindible. Sin su colaboración el mensaje no llegaría a nuestro destino. Tan variados y distintos que hasta se coleccionaban. Un cuño de tinta sobre él destrozaba su valor, que fue variando a lo largo de los años al mismo tiempo que el precio del pan o de la botella de butano. ¿Alguien sabría contestarme cuánto vale enviar en el año 2019 una carta a otra provincia? Intuyo que el poeta rubio con nombre de actor de telenovela alzaría la mano para contestar algo así: “etas etas, lo que antes eran 100 pesetas”.
El buzón. Pieza de un mobiliario urbano en desuso y olvidado. Cuesta encontrar uno cerca, al igual que una cabina telefónica. Aparecen repentinos, tan amarillos que hasta un grupo de jóvenes conquenses lo eligieron en su día como nombre y símbolo de su pandilla. Fue en 1762 cuando una disposición oficial decidió que se habilitara un “agujero o reja, en todas las Hijuelas o Veredas, por donde se echen las cartas, sin que se puedan recibir en mano” para evitar tentaciones. Hasta los actuales amarillos, sus formas y ubicaciones son de lo más variadas y en ocasiones pintorescas. Los hay abiertos en la pared, de chapa azul, de piedra, de forja. Pero por encima de todos destaca el símbolo de Correos de España. Una impresionante cabeza de león incrustada en la pared que te mira y permanece con la boca abierta a que deposites tu envío.
Y por último, el cartero. Auténtico conocedor del barrio y sus vecinos, de sus problemas e inquietudes, hombro donde consolarse, mejilla a la que felicitar o espalda a la que abrazar. Privilegiado espectador de momentos compartidos. Aunque supongo que, en sus repartos, las cartas han dado paso a los paquetes de mensajerías con tamaños y contenidos variopintos.
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